Desperdiciar la vida

Clase universitaria de Teología, pregunta interesante de un chico descreído: “¿y si al momento de morir usted descubre que Dios en realidad no existe, mejor aún, no descubre nada porque vuelve a la nada de la que salió?, ¿habría valido la pena su vida?, ¿no tiene miedo a vivir de un engaño?, ¿nunca ha pensado en que quizá es falso todo lo que cree?, ¿no habría desperdiciado su vida?” Siempre se agradece que un alumno haga preguntas interesantes.

Debo confesar que muchas veces me he hecho esa pregunta. Al plantearla con posterioridad a la clase en grupos de personas con fe viva, algunos se han desconcertado, considerando provocativa o imposible la pregunta, pues parten de la seguridad de su falsedad: “Dios sí existe y no puede ser de otra forma”. Me alegra que estas personas tengan el don de la fe, pues su actitud denota que es un regalo; sin embargo, es un hecho que no todos tienen ese don, como el chico que me preguntó y que, en cuanto piensa uno un poco, puede hacerse con sinceridad dicha pregunta. No deberíamos tener miedo a cuestionarnos, siendo conscientes, sin embargo, de que somos falibles y muchas veces erramos. Pero quizá la negativa o el temor a pensar no sea la actitud más coherente con la fe, pues finalmente es una verdad de fe, asequible a la razón, que ambas son compatibles, escondiendo ese temor en cambio una velada inseguridad, ya sea en nuestras creencias, en nosotros mismos o en ambas cosas.

Antes de que ese chico me planteara abrupta y oportunamente la pregunta, ya me la había hecho frecuentemente, pero felizmente no soy el primero, pudiendo tener la perspectiva de un “enano a espaldas de un gigante”, como diría Newton. Quizá quien históricamente se planteó la cuestión más semejante sea Pascal. Su argumento de “la apuesta” calza perfectamente con la pregunta del chico: “Si Dios no existe y uno cree en Él, al final de su vida no ha perdido nada; en cambio, si existe, pero no cree en Él, lo ha perdido todo.” Es más seguro jugarse la vida a la carta de su existencia, pues no se arriesga nada, que a la de su ausencia, pudiéndolo perder todo.

Pero ese sencillo argumento reclama ser completado con una perspectiva antropológica y existencial. No se trata solo de que sea lógicamente la opción más segura, sino que también nos conduce a la vida más plena, la vida conforme a el modo de ser propio y conveniente al hombre, es decir, de acuerdo a su esencia. En realidad, es muy simple: lo que suele hacer feliz al hombre es amar y ser amado. Pero amar supone darse; es una donación, una liberalidad, un riesgo, aceptar ser vulnerable. Amar equivale muchas veces a dar, en realidad a darse uno mismo, siendo el regalo físico expresión simbólica de la auto-donación personal. En este sentido, una vida “entregada a Dios” no es, ni puede ser nunca, una vida “desperdiciada”, pues es una donación, expresión de un amor grande. Pero, ¿no es muy teórico u abstracto ese amor? En realidad no, pues el amor a Dios se materializa y concreta usualmente en el amor al prójimo. La entrega a Dios se manifiesta, por ejemplo, en servicio a los enfermos, a los ancianos, a la educación, a los emigrantes, a los pobres. Incluso quien se entrega a Dios en la vida contemplativa, encontrará materializado su amor espiritual en las personas que convivan dentro de las mismas cuatro paredes, y agrandará su corazón orando por las personas más necesitadas espiritual y físicamente del mundo. Nunca es una entrega en soledad, estando siempre mediado Dios por sus criaturas o, si se prefiere, encarnado en ellas.

A la inversa. Nada daña tanto al hombre como el egoísmo, la clausura en sí mismo, la cual puede agudizarse precisamente en una sociedad individualista del confort y el bienestar. En este caso, me vuelvo tan celoso de mis bienes que me hago incapaz de compartirlos, clausurando la dimensión donal de mi vida, pensando que la felicidad está exclusivamente en la posesión. Esta perspectiva, tristemente frecuente, incapacita a las personas para amar auténticamente: son incapaces de comprometerse en una relación estable y para toda la vida, pues pierden independencia, condenándose a multitud de relaciones fugaces que a lo más no superan la fase del enamoramiento. Están comenzando y recomenzando siempre en el mismo punto, viendo en los demás solo un medio para su satisfacción personal, sea profesional, afectiva, económica, política o sexual. Nunca los perciben como alguien que puede ser objeto de mi entrega desinteresada, y por eso su vida está clausurada al auténtico amor, cuya piedra de toque y signo de autenticidad es el sacrificio. Se da así el fenómeno, bastante frecuente, del “malestar en el estado del bienestar”: Teniendo satisfechas mis necesidades básicas no soy feliz pues no he aprendido a amar. En cambio, la persona que se entrega a Dios desde el principio comienza amando, y por ello, cada instante de su vida está cargado de sentido y plenitud. En el hipotético caso de que todo fuera un sueño, la persona entregada habría sido feliz en su vida y esta habría estado llena de sentido, sido plena y valido la pena, aunque no hubiese un cielo para corroborarlo.

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PENSAR EN CRISTIANO

Mario Arroyo
p.marioa@gmail.com

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