El solitario del Palacio (I)

La definición del sexenio del presidente Enrique Peña Nieto quedó escrita el jueves pasado con una tarde de perros en Jalisco, a propósito de las denuncias de espionaje contra periodistas, abogados de derechos humanos y activistas. En cuestión de horas amenazó a quienes denunciaron que los espiaban con tomar represalias, y reculó su lance intimidatorio al afirmar que respetaba la libertad de quienes, poco antes, amagó con censurar. El Presidente pagó con críticas e insultos en las redes sociales sus señalamientos, en una escena shakesperiana, donde él, solo en el centro del escenario, fue fustigado y linchado sin que nadie de quienes trabajan para él saliera en su defensa.

Un gobierno completo vio la aniquilación pública de su jefe, sin entenderse cómo permitieron el juicio sumario de la opinión pública, y se escondieran para evitar que la indignación se volteara contra ellos. Una vez más, como tantas veces en el sexenio, Peña Nieto caminó sobre una plancha de fuego que lo consumió, mientras que sus colaboradores, en silencio, observaban el sacrificio. El libreto se repite. El Presidente que los cuida sin que lo protejan, que los defiende sin recibir reciprocidad, sacó la cara y el coraje por quienes debían, como obligación ética ante su jefe, haber sido los que enfrentaran el tsunami de acusaciones.

No era él quien debía haberse metido a la arena pública para hacer una defensa de su gobierno. Nosotros no espiamos, dijo con una contundencia que sus asesores debían haber evitado y blindarlo del bumerán que significa involucrarse en el tema del espionaje de un gobierno. No lo ayudaron a refinar su discurso ni a atemperar su tono. Fue como si en el gobierno sólo existiera él, y únicamente él fuera la voz de la administración. ¿Cómo pudo asegurar con tanta convicción que su gobierno no espía salvo a criminales? Su gobierno es una democracia, dijo sofísticamente, como si las democracias no espiaran a sus ciudadanos. Cuán equivocado está.

Las democracias sí espían, como la Agencia Nacional de Seguridad lo hizo con miles de personas -incluido él- en aras de la seguridad de los Estados Unidos, país donde un presidente, Richard Nixon, espió a sus adversarios políticos y con ello transgredió la ley que le costó la jefatura de la Casa Blanca. Las democracias espían, la mayor parte de las veces escudadas en la protección de los intereses nacionales, violando la ley. Los asesores y los colaboradores del presidente nunca debieron haber permitido que hablara sobre este tema, porque lo colocaron en el límite de la legalidad por asegurar cosas que, o no debería conocer, o si los desconoce, no debería de tocar.

Hay ejemplos históricos que enseñan cómo se cuida a un presidente para no incurrir en un probable delito. En Estados Unidos, la más grande democracia, cuando el presidente John F. Kennedy autorizó la Mongoose Operation para derrocar al régimen de Fidel Castro en Cuba, la CIA no le informó que también trataría de asesinarlo, no por saltárselo, sino para evitar que en caso de que le llegaran a preguntar si él había ordenado el crimen, dijera no saber sin cometer perjurio. En México, cuando la subsecretaria de Telecomunicaciones, Purificación Carpinteyro, quiso entregarle al presidente Felipe Calderón un disco con grabaciones ilegalmente realizadas al secretario de Comunicaciones, Luis Téllez, el secretario de Gobernación, Fernando Gómez Mont, se interpuso e impidió que las recibiera, porque eso llevaría al mandatario a una probable situación de ilegalidad.

Ese tipo de acciones se hacen para darle a los presidentes salidas plausibles, mediante las cuales se les mantiene ignorantes de acciones que realizan sus colaboradores que pueden ser ilegales. Un presidente que no sabe que se comete una ilegalidad, no viola la ley. Un colaborador que por cualquier razón viola la ley, incluso con la intención de salvaguardar la seguridad del Estado, puede ser destituido sin afectar al presidente o al gobierno. Mantener ajeno al presidente de esas acciones es una obligación de sus colaboradores. Permitir que Peña Nieto se metiera al tema del espionaje e hiciera afirmaciones tajantes para negarlo, lo dejó sin márgenes de operación y sin puertas de escape, para él y para su gobierno.

Hasta este momento, todas las evidencias sobre el espionaje señalan a una rama del gobierno como la responsable, por el hecho aún no controvertido de que el programa Pegaso, utilizado para intervenir la vida privada de 88 personas, sólo se vende a gobiernos. En el caso mexicano, los únicos contratos conocidos fueron para la Secretaría de Gobernación, el Cisen y la PGR. Si el Presidente negó “de manera categórica” que su gobierno espiaba a personas no vinculadas al crimen organizado o al terrorismo, uno puede asumir que la información se la proporcionaron el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong y el procurador, Raúl Cervantes. Si el Presidente manifestó con firmeza la inocencia de su gobierno, ¿se puede presumir que conoce quién utiliza fuera del gobierno programas para espiar?

El Presidente nunca debió haberse referido al tema del espionaje por lo delicado del tema en sí mismo. Pero igualmente, es injusto para Peña Nieto que su equipo lo haya abandonado en la arena pública en la batalla legal y política. Es inconcebible que nadie de sus colaboradores saliera a pararse frente a la opinión pública y defenderlo. La estrechez de miras, o lo timorato, o lo perverso del gabinete y el staff presidencial, o todas ellas juntas, quedó expuesta en esa tarde de perros que vivió su jefe y que sigue pagando.

Raymundo Riva Palacio
rrivapalacio@ejecentral.com.mx
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