La pérdida de un ser querido
Una realidad cotidiana, pero que más o menos de manera consciente intentamos acallar, es la muerte. Tristemente, sin embargo, ahora, durante la pandemia, se ha tornado frecuente, constante, cercana. Imposible así darle la espalda. De modo abrupto somos arrojados, cara a cara con ella, querámoslo o no. No podemos simular que no está ahí, hacer como si no existiese, vivir de espaldas a ella. Y junto con ella, otro visitante incómodo, el dolor. En estos días se ha tornado urgente la necesidad de consolarnos y consolar, ¿cómo podremos hacerlo?
En realidad, no nos consuelan las típicas palabritas huecas de ocasión. De nada sirven las mentiras piadosas y amables. La seriedad de la muerte, la realidad del dolor, exigen verdades como respuesta; las simulaciones resultan ofensivas, mejor evitarlas. Frente a la realidad de la muerte y la inevitabilidad del dolor, calibramos la calidad de las verdades que estructuran nuestra vida.
Desaparecen los maquillajes y simulaciones, de nada sirven las apariencias El auténtico consuelo exige la verdad cabal. En estas circunstancias, si tenemos fe, esta se pone a prueba, ¿es un consuelo simbólico y edulcorante? O, por el contrario, ¿es la sobria, cruda y desnuda verdad?
La frecuencia de la muerte, así como la inevitabilidad del dolor, el cual crece exponencialmente ante el drama de la imposibilidad para acompañar de cerca a los seres queridos que se nos van, así como de tributarles las justas honras fúnebres, sacan a flote las verdades que estructuran nuestra vida, nuestros puntos de apoyo existenciales. ¿Es la fe uno de ellos? ¿Se configura como una verdad, capaz de hacer frente al dolor y la muerte? O, por el contrario, ¿es sólo un vago y desvaído recuerdo borroso de la infancia, incapaz de enfrentar la dureza de la vida? Para las personas que tenemos fe, la criba de la muerte y del dolor supone un crudo examen, un inevitable control de calidad.
Mucho se ha hablado del “claroscuro de la fe”. Efectivamente, la fe nos exige confiar: no lo controlamos ni lo sabemos todo. Nos exige un arriesgado ponernos en manos de Dios, particularmente difícil en la prueba del dolor y la muerte. Pero la fe también es luz, una potente luz al final del túnel del dolor y la muerte. La fe es semilla de esperanza y consuelo. ¡Qué distinto enfrentar la realidad del dolor y la muerte como hechos a la par absurdos e inevitables! ¡Qué diferencia encararlos con el consuelo de la fe! Es decir, sabiendo que el adiós no es definitivo, que en realidad no acabó todo, que nuestros seres queridos comienzan una segunda etapa, con una nueva forma de existir. Que tarde o temprano nos reuniremos. Que el dolor nos sirve para purificarnos del mal que hayamos cometido en nuestra vida, y que no es definitivo ni total, sino preludio del amor y el gozo sin fin.
Ahora bien, se prueba la calidad de nuestra fe, porque, si es auténtica, esto último no son palabritas de consuelo, sino la desnuda y esperanzadora realidad. Si la verdad a veces es cruda, no solamente es cruda, también puede ser esperanzadora. La verdad de la fe lo es. La pregunta es, ¿las personas de fe tenemos la suficiente como para creérnoslo? Es decir, no se trata de “verdades para nosotros”, no es una oda al relativismo, sino de la verdad en sí misma, objetiva, nos guste o no. Ahora bien, “si la fe no nos alcanza” para gestionar el dolor, muchas veces ese mismo sufrimiento se configura como un catalizador de la fe. Cuando los apoyos humanos se desvanecen, no nos queda sino mirar a Dios. Si somos cristianos sabemos que nunca nos rechaza, aunque hayamos sido desamorados y desagradecidos con Él.
Frente a la situación actual, donde el dolor se multiplica y crece, para escapar del sinsentido y absurdo al que nos avoca la desesperanzada y cruda visión materialista, no nos queda sino fomentar la espiritualidad. En ella descubrimos cómo la separación de nuestros seres queridos no es definitiva, y comienza un nuevo modo de relacionarnos con ellos. Se establece una nueva forma de comunión interpersonal, ya no sensible, sino espiritual, a través de la oración y la eucaristía. Pero comunión verdadera, real, eficaz y afectiva. Frente al luto las lágrimas son un bálsamo, nos sirven de mucho. Pero a nuestros difuntos les sirven más nuestras oraciones. La fe denomina a Dios Espíritu Santo como “Consolador”. A Él le pedimos nos guíe por el camino del consuelo en medio del dolor, de forma que, si el sufrimiento crece, la fe lo haga aún más.
P. Mario Arroyo
Doctor en Filosofía
p.marioa@gmail.com