Suicidio

Suicidio, escribe P. Mario Arroyo

Realmente no tengo ganas de vivir. Todo me parece absurdo, y la vida una condena, una broma pesada. Sobre todo, el tenerla que aceptar como un don, cuando yo nunca la pedí. El estar condenado a ella cuando veo con claridad que he fracasado: he sido incapaz de vivir de acuerdo con mis ideales o peor, he descubierto que mis ideales no valen nada; he fracasado en mis proyectos irremisiblemente. Tedio, cansancio, aburrimiento, el deber de guardar una cierta compostura, realizar unos papeles determinados, unos rituales sociales que como pantalla cubren el vértigo de mi desesperación.

El suicidio es entonces mi única salida digna. El único acto por el cual tengo la posibilidad de retomar el control de mi vida, para conscientemente terminarla: mi vida no vale nada. Al menos puedo evitarme la vergüenza de seguir dando lástima, mendigando compasión. Y puedo tener la sinceridad de aceptarme a mí mismo y mi destino: “me esforcé, lo intenté, no pude…”. Resulta doloroso reconocerlo, pero es verdad y, como dice Jesucristo, “la verdad os hará libres”. Mi libertad es ahora partir en paz, abandonar un mundo que ya solo puede ofrecerme frustración y vergüenza. No estorbar.

¿Por qué no lo hago? Soy un cobarde. En realidad, no lo hago porque causaría daño a muchas personas, comenzando por mi madre. Resultarían afectadas, ya sea en su imagen, o por comentarios suspicaces amigos y conocidos, que en realidad no tienen la culpa. El único culpable soy yo, por ser un fracasado, un estorbo, y la vida misma, por tornarse insufrible. Y luego, también ese polizonte incómodo: la fe. Resulta que a Dios le ofende el suicidio y, una vez consumado, no hay forma de pedirle perdón. ¡Si tuviera certeza de que detrás de la muerte sigue la paz o la aniquilación! ¡Sin dudarlo lo realizaría! Pero la fe me dice que, en ese caso, me espera algo peor que la vida, y no tengo manera de tener certeza, de estar seguro que son patrañas, cuentos de viejas mojigatas. Puedo pensarlo, pero no estoy seguro, y dada la mala suerte que tengo, resultaría una broma cruel que fuera verdad, y al destino le gusta gastarme bromas crueles.

He estado investigando. Las mejores opciones son pastillas o cortarse las muñecas, pero no como adolescente puberto que quiere llamar la atención, no; no de lado sino longitudinalmente, así no hay vuelta de hoja. Sería ideal, meterme en la bañera, agua calientita, una navaja Gillette, un poco de Heavy Metal para tomar valor y un Tequila Viejito para relajarme. La otra opción, menos traumática, serían las pastillas, pero con frecuencia escucho que salen mal, termina la persona intoxicada en una clínica, con daños colaterales, los cuales producen una vida peor que la anterior y, además, ahora te vigilan, con lo cual se vuelve más difícil volverlo a intentar. Lo que está claro es que no tengo las agallas de mi amigo, pues no soy capaz de saltar de un edificio, de espaldas eso sí, para quedar reconocible en el velorio.

No voy a dejar cartas, ni mensajes, ni culpables; tampoco voy a pedir perdón. Sencillamente voy a reivindicar mi derecho a multiplicarme por cero, de desaparecer del mapa, de bajarme del mundo, de dejar de jugar este juego, que ya no quiero jugar, ya me harté de jugarlo. Me desespera no poder dejar de “jugar”, no poder elegir las “reglas”, pues ya vienen dadas, no poder cambiar el horroroso récord que hasta ahora llevo. Lo mejor para mí, ahora, es dar un paso al costado.

¿Alguna vez te has contado una historia como esta? ¿Has soñado con poder acabar con todo?, ¿dejas volar la imaginación pensando cómo sería? ¿Te llama la atención escuchar narraciones sobre suicidios, el modo en que se realizaron, los motivos? ¿Cierras los ojos y quisieras, simplemente, no estar, nada más y nada menos? ¿Te despiertas frustrado cada mañana por volver a enfrentarte con la realidad? Si la respuesta es sí, pide ayuda. Si la respuesta es no, abre los ojos, pues alguien cercano a ti puede haberlo pensado, y tú no darte cuenta y, quizás, cuando te des cuenta sea demasiado tarde (Teléfono de Auxilio en México: 018009112000).

La historia apenas contada es comprensible, verosímil. Pero descansa en una premisa falsa: “mi vida no vale nada”, pues en realidad, la vida humana, toda vida humana, tiene valor objetivo, es única, irrepetible, cual eximia obra de arte, aunque esté surcada por el dolor. La vida es un don no pedido e inmerecido, pero es un regalo. Su valor objetivo prima sobre su valoración subjetiva; y desde la fe puede encontrar un sentido maravilloso, puede integrarse en un plan grandioso, del cual formamos parte, pudiendo descubrirse la luz del significado en medio de la oscuridad del dolor.

P. Mario Arroyo

Doctor en Filosofía