Adolescencia en tiempos de coronavirus
Llega a una edad en la que el niño deja de serlo y no es todavía un adulto.
Edad en que se produce una especie de ruptura de equilibrio en vista de un equilibrio nuevo y de la conquista de la personalidad, que harán poco a poco de este niño un joven determinado.
Resulta de esto un período de crisis que comienza, en general, hacia los trece años y que puede durar algunos años.
Con frecuencia, en este período, los padres, que han olvidado por completo lo que a ellos mismos les pasó, se sienten desorientados, porque no reconocen ya a sus hijos.
Lo primero que ha de hacerse es no asustarse.
Se trata de una crisis normal que pasará con tanta mayor rapidez y facilidad cuanto más los padres se esfuercen en comprenderla.
El adolescente, que deja de ser un niño, comienza por tener una crisis de emancipación.
No quiere formar parte del mundo de los pequeños; no quiere ya ser tratado como un niño; no les gusta que le hagan decir sus lecciones; no quiere que se le mande por la noche a acostar; se molesta por la menor observación, sobre todo si se la hacen delante de hermanos y hermanas más pequeños.
Lo que caracteriza la adolescencia es una transformación fisiológica.
Importa, pues, que los padres hayan prevenido a tiempo a sus hijos.
Pero en cualquier caso resultará de ello una fragilidad física, una inestabilidad de carácter que es necesario tener en cuenta.
No hay por qué extrañarse en este período de cambios de humor, arranques no razonados, desigualdad en el trabajo, sucesión imposible de prever de alegría ruidosa y gesto sombrío.
El adolescente siente la impresión de no ser él mismo.
No comprende lo que pasa en él.
Siente más o menos confusamente algo en sí más fuerte que él mismo.
Pero difícilmente lo afirmará.
No aceptará con gusto reproches o reconvenciones, y éstos le producirán, en general, la sensación de ser un incomprendido.
Los adolescentes intentan, con frecuencia torpemente, afirmar su naciente personalidad oponiéndose a la tradición, al conformismo, al criterio de los adultos.
Pocas veces tienen pensamiento propio y reflexivo.
Son capaces, a la vez, de un egoísmo casi cínico para todo lo que concierne al cuadro familiar y de una abnegación espléndida fuera: por los pobres, por un ideal, por un movimiento político o religioso.
En esta edad, que se llama impropiamente “la edad ingrata”, no les es suficiente que los quieran, y -hecho que desconcierta mucho a las madres- hasta los abrazos, los mimos, las manifestaciones de cariño familiar, los encuentran indiferentes, si no son hostiles.
Lo que ellos quieren es no sólo ser amados; es amar por sí mismos y elegir sus amistades, naturalmente, fuera de su casa.
En términos generales, los que se relacionan con adolescentes en la familia, la escuela o en diversas organizaciones se requiere evitar el burlarse de ellos, mostrarse compasivos, hacerles sentir que se les comprende.
Conservarán de esta manera ante ellos la autoridad moral, de que tanta necesidad tienen, sin que lo sepan, para ayudarlos a canalizar en buen sentido las fuerzas nuevas y magníficas que los encaminan hacia la edad adulta.
Es importante recordar que durante la adolescencia estos chicos aprenden a ser su propia persona, a tomar decisiones ellos solos, a convivir más con sus compañeros, a vivir situaciones de amor correspondido o amor no correspondido y, en definitiva, a servir como ser independiente en el mundo.
Usted, ¿cómo se relaciona con los adolescentes y cómo los ha ayudado a madurar como personas?
El autor es Director de Humanidades del Tecnológico de Monterrey Campus Sonora Norte.
Presidente de Grameen de la Frontera.
@rafaelroblesf