Cuidar la palabra

El autor es experto en Comunicación Estratégica para el Aprendizaje de Grupos y Públicos Meta

Siempre estamos comunicando algo. Cada instante del día estamos constantemente enviando mensajes y señales hacia nuestro exterior. Con una mirada, con un gesto, con una caricia, con un golpe, siempre comunicamos; cuando esperamos impacientes y nuestro pie se mueve nerviosamente; cuando hacemos un aspaviento de inconformidad; cuando negamos con la cabeza.

Siempre estamos comunicando algo y, siempre, estamos esperando recibir de nuestro entorno una respuesta a nuestra comunicación. Intentamos provocar conductas específicas en nuestros interlocutores, pero también de los otros seres vivos, de las cosas aún inertes e, incluso, de las situaciones.

Intentamos la mayoría de las veces, cuando nos comunicamos con otros seres pensantes y que tienen la libertad de sus movimientos y conductas, ‘vender’ nuestras ideas, que éstas sean aceptadas, reconocidas y cumplidas. Estamos siempre intentando vender algo a través de nuestra comunicación. Con este punto claro, será bueno considerar que la palabra humana tiene una cierta ambigüedad, sencillamente porque requiere de dos entidades: el emisor y el receptor. Y toda ambigüedad afecta la efectividad de un mensaje.  Por eso hay que resaltar que una mejoría en los estándares de nuestra comunicación mejoraría, definitivamente nuestros resultados, incluidos nuestros negocios.

Las conductas que esperamos de los otros, del entorno en general, dependen de nuestra capacidad de comunicar con claridad nuestras ideas, peticiones y expectativas y resultar persuasivo ante nuestros interlocutores para estimular su libre elección hacia la toma de conducta de acuerdo a lo que esperamos. Persuadir a los otros es lo mismo que vender nuestras ideas.

No obstante, no debemos orientarnos a vender a toda costa, con un utilitarismo a ultranza; no resulta benéfico. Esta reflexión no es sólo ética o moral, sino ampliamente práctica. No conviene que la gente compre sin conocer los límites de un producto porque podrían estar esperando mucho más de lo que tal producto puede aportar; el resultado lógico sería una frustración post-compra (o, como dice la teoría, una disonancia cognoscitiva). No conviene que el consumidor compre sin necesitar nuestro producto porque asociará nuestra imagen con lo superfluo y lo accesorio y lo innecesario; eso lo podría transmitir a sus conocidos y nuestra mala fama crecería sin saberlo nosotros. No conviene que nos compren porque “huyen” de otro producto que es malo porque entonces nuestra ventaja no estaría construida sobre nosotros mismos, sino dependiente de los errores de los otros; esto nos acarrearía una gran debilidad como marca y un pobre posicionamiento.

Después de estos razonamientos es más fácil poder argumentar que no sólo es bueno decir la verdad, sino que es más conveniente. Aunque no hemos de dejar pasar por alto que toda conducta nuestra merece –más aún cuando vivimos en una comunidad—de que observemos ciertas normas. 

Nuestra comunicación publicitaria tiene ya un boleto de entrada a los hogares del auditorio. Por tanto, debemos ser cuidadosos con lo que decimos y cómo lo decimos. Nos ve gente que podría ser nuestra madre, nuestra hija, nuestra hermana, nuestros hijos, hermanos y amigos. Debemos saber que los medios de comunicación tienen un carácter que les es inherente, ser educadores de la población. ¿Qué educación es la que abanderan y cuál es la que transmiten? Es una respuesta que debemos dar a diario.

El autor es experto en Comunicación Estratégica para el Aprendizaje de Grupos y Públicos Meta

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