¡Eh, comunidad!
El hombre es un animal social, de eso no cabe duda.
Así lo han demostrado los cientos de estudios antropológicos realizados a través de la historia.
Al igual que las millones de especies que comparten la vida en nuestro planeta, el Homo sapiens vio necesaria la compañía de otros para formar comunidades, y así, basándose en el principio de la cooperación, le fuera más fácil enfrentarse a los peligros del exterior.
El uso de la razón permitió al sapiens apoderarse de la cúspide de la cadena alimenticia y de convertirse en el ser supremo del mundo natural.
Gracias a su inteligencia supo aprovechar el entorno en su beneficio y con su protección subordinó a otras especies.
La necesidad de vivir en compañía es innata mientras que la forma de socialización es producto de la inteligencia.
En otras palabras, la emoción nos reúne y la inteligencia determina si mantenemos o no tal unidad.
Por eso se dice que los problemas emocionales no tienen nada que ver con la inteligencia.
¿Qué clase de comunidad hemos creado nosotros?
La respuesta no es fácil, puesto que existen clasificaciones para cientos de aspectos.
Muchos teóricos sociales defienden la tesis de que la educación es la base para cualquier medición.
Sin ser teórico, yo opino lo mismo, porque ha sido la calidad en la trasmisión generacional de los conocimientos lo que ha permitido a la humanidad avanzar -o retroceder, según la lógica existencial que usted defienda-.
Las civilizaciones milenarias comprendieron esto desde hace igual número de años, mas no así muchas naciones jóvenes que han batallado lo indecible para consolidar un modelo educativo.
En algún momento de nuestra historia como país se disminuyó esa “calidad educativa generacional”; quizá cuando la educación fue más permisiva y menos estricta acerca del respeto a la autoridad.
Como se vea, sin embargo, lo esencial ahí permanece y nos corresponde usar la inteligencia para determinar el camino que sea más conveniente para todos.
¿Qué debemos hacer?
Debemos comenzar por cambiar nosotros mismos y ser ejemplificantes para los que vienen.
No necesitamos que alguien nos vea para hacer lo correcto, por ejemplo.
Eso es integridad.
Y no es difícil practicarla.
Y si no me cree, solo pídale a cualquiera que haya visitado Estados Unidos que tire basura en cualquier calle, a ver si se atreve.
Pero no olvide que ser íntegro implica sentir que se hace lo correcto, sin necesidad de la imposición o castigo para que se haga.
Lo curioso de todo esto que le escribo es que los antiguos filósofos griegos ya defendían estos argumentos desde hace más de 2000 años… y seguimos sin hacerles caso y sin alcanzar una comunidad feliz.
El autor es Maestro en Educación y profesionista independiente.
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