El abrazo de los muertos; las guayabas de Angelito

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

Sentado en sus hombros todo se veía pequeño, me sentía poderoso al tocar las ramas más altas de los árboles; agacharme para cruzar la puerta del corral era la experiencia de mayor adrenalina.

Jamás sentí miedo alguno, él siempre me sujetaba las piernas, mientras yo abrazaba su cabeza repleta de canas que tenían marcada la forma del sombrero.

Pasada la primavera, los árboles del corral se llenaban de guayabas, limas y naranjas-lima; los frutos formaban un techo que apenas dejaba pasar la luz del sol, entre las veredas me acercaba a papuchi para cortar los frutos más maduros, con una mano los arrancaba y se los pasaba para que él los limpiara con su paño blanco oloroso a jabón Zote, mientras que los cítricos los pelaba con su navaja gringa para después ponerlos de nuevo en mis manos y así pudiera comerlos mientras encontrábamos más fruta madura.

Él era mi tata Ángel, mi abuelo materno que continúa abrazándome cada vez que disfruto una guayaba, lima o naranja.

El café de Teresa

La taza de peltre color blanco y orilla negra tenía una misión en la vida: espumar el café.

Cuando la calentadera ya chiflaba sin parar, Teresa vaciaba el agua sobre la talega repleta de café tostado con azúcar; esperaba a que se vaciara el filtro cónico de tela e inmediatamente llenaba la mitad de una taza, y el resto con leche caliente más dos cucharadas soperas de azúcar.

Sacaba la taza espumadora y vaciaba ahí el café con leche, repetía la operación una y otra vez elevando cada vez más la taza, al final había un café tibio y espumoso, el acompañamiento perfecto de una tortilla grande de maíz recién hecha, untada con mantequilla y suficiente sal gruesa.

Ella era Teresa, mi abuela paterna, quien dejó abrazos y cariños en todas las tazas de café que pueda beber de por vida.

Los frijoles de la Veva

Nunca supe el color de la olla de peltre, por fuera tenía una gruesa capa de hollín, por dentro se había decolorado entre tanto hervor de frijoles.

Era el utensilio favorito de la familia, en él se cocían y guisaban los mejores frijoles graneados de la capital del mundo.

Bastante ajo machacado, chile verde tatemado, tomate, cebolla y puñados de orégano caían sobre manteca de cerdo; después los frijoles, suficiente sal, algunos hervores y al plato acompañados de queso fresco y dos tortillas grandes de harina, al poner todo sobre la mesa, iba un “éstos son frijoles no chingaderas mijito”, cortesía de mi nana Veva, mi abuela postiza que se aparece cada vez que disfruto un plato de frijoles preparados con su receta, me abraza y me recuerda ser generoso con la comida.

Los mexicanos elevamos un altar con obsequios para que los muertos viajen desde el Mictlán hasta las casas de sus familiares para disfrutar una noche de fiesta el Día de Muertos; pero ellos nos visitan en cada mordida, en cada sorbo, en cada plato de los alimentos que nos compartían o preparaban cuando su cuerpo estaba en la tierra.

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel