El postre líquido
‘Allá en mi rancho bonito. Allá tengo un marranito. Y cuando me miran venir, el marrano me hace oing, oing’...
Así sonaba la reproducción de aquel viejo casete, uno cuya cinta había sido enredada infinidad de veces por la radiograbadora plateada de doble casetera, que no sólo permitía el disfrute de la música, también podía hacer una copia del casete, lo cual era obligatorio para aquellos compendios musicales que se escuchaban a diario, como era el caso del álbum “Canta y Diviértete con las Ardillitas de Lalo Guerrero”, un álbum infantil que nos acompañó varios años de la niñez.
Aquella grabadora se encontraba en lo alto de un incompleto mueble de madera de pino que había fabricado mi papá.
En la parte superior había portarretratos y libros, abajo estaba la grabadora, en el siguiente entrepaño la televisión y en la parte inferior se enfilaban los cassetes acomodados a presión uno a uno, al frente estaban los más populares: Lucía Méndez, Chayito Valdez, Javier Solís, Cri Cri y las mismísimas Ardillitas.
Una de las peores tareas del hogar consistía en limpiar ese mueble, lo cual implicaba retirar todos los casetes, sacudirlos uno por uno y volverlos acomodar en el mismo orden.
Pero eso llevaba consigo un estímulo al trabajo bien realizado.
Una vez que mi mamá había revisado que no hubiese partícula alguna de polvo, podíamos disfrutar el delicioso postre líquido.
Una vez al mes, se escuchaba el tintineante movimiento de botellas que acomodadas en su caja de plástico entraban, en manos de mi papá, por la puerta principal de la casa.
Se trataba de un producto de lujo, que solamente era consumido cuando alguna fiesta o acción notable lo ameritaba.
La caja era puesta sobre el piso y empujada hasta el fondo de la estructura de cemento forrada de azulejos amarillos que hacía las veces de mueble de cocina; era un espacio prohibido, nadie podía ni siquiera asomarse, excepto cuando se había hecho un buen trabajo de limpieza en el mueble de la grabadora.
Era entonces cuando tomábamos una botella, la metíamos al refrigerador y esperábamos con ansias que se enfriara, mientras preparábamos una lata de leche evaporada.
Cuando el refresco de cola ya estaba muy helado lo vertíamos sobre un vaso de plástico amarillo, de esos duros de la marca Tupperware que ya no se fabrican, llenábamos solamente ¾ partes y el resto con leche de clavel.
Era la bebida de los dioses, el líquido más delicioso y perfecto: dulce, burbujeante, cremoso; era el postre líquido: soda con leche.
Pero esta extraña combinación no es algo exclusivo de la capital del mundo, San Pedro de la Cueva: los brummies han realizado esta mezcla por más de 50 años, llamándole “Milk coke”.
Ahora la pregunta es ¿cómo llegó esta bebida desde Birmingham, Reino Unido hasta la sierra de Sonora?
El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.