La bajada del ángel
¡Teresitaaa hermosa... dice el padre que si le prestas la sillita para el ángel! Era jueves Santo. La Ramona del Beto corría por las calles de la Capital del Mundo, atareada, arreglando los últimos detalles para las procesiones de Semana Santa.
Entre los fuertes aires de marzo, con su frente sudorosa y el característico molote que juntaba sus canas llenas de experiencia y sujetas con una peineta negra, subía y bajaba los escalones empotrados en un estrecho pasillo que conectaba el coro de la iglesia con la calle lateral del templo.
Justo en el centro del edificio, debajo del campanario, había una gran ventana de cristales policromados que formaban un vitral abstracto, al abrirla llenaba de oxígeno los pulmones de las cantoras acomodadas de pie en el amplio mezanine que tenía de frente el gran altar con San Pedro Apóstol al centro.
Un día al año, esa ventana se transformaba en el escenario principal de la más esperada y peligrosa representación de Semana Santa: “La bajada del ángel”. Una vez terminada la misa de
Jueves Santo, junto al lavatorio de pies y la escenificación de la última cena, ataban sobre la silla de la Teresa a un pequeño cristiano vestido con túnica blanca, alas de algodón, caireles rubios
junto a las orejas y aureola con escarcha navideña.
Ayudado por varios adultos, lo sacaban a través de la dichosa ventana para que descendiera sujetando una copa de vino de consagrar y ya abajo, la entregaría a Jesús para hacer alusión al
pasaje del Evangelio de San Lucas “El ángel que consoló a Jesús en Getsemaní”.
Entre murmullos y exclamaciones de asombro, el ángel, producto de un casting de belleza y honorabilidad, bajaba sujetado con cuatro piolas amarradas de cada esquina del asiento de cuero,
hasta llegar al piso donde estaba el próximo a ser crucificado. No había honor más grande que representar al ángel durante el Jueves Santo.
Todos los niños deseábamos con ansias ser nombrados para desempeñar tan honorable tarea, pero los requisitos eran muy estrictos: debías ser rubio, ojos claros, bien parecido y mejor portado.
De tal forma que el 95 % de los niños quedábamos eliminados por ser prietos y restando a los mal portados, sólo quedaba Martín de la Eloisa (sin acento), mismo que repitió el papel hasta que la silla ya no lo soportó. Mi acercamiento más próximo a dicha actuación estelar fue entregarle la copa antes de que lo sacaran por la ventana del coro. Lo mejor sucedía al terminar el ritual.
A partir de ese momento éramos libres, podíamos ir a la plaza donde ya estaban instalados los puestos temporales de elotes, churros y las famosas papas fritas, mis favoritas; éstas las rebanaban con una mandolina gigante y guisaban en un cazo de aluminio repleto de humeante aceite. Siempre quise replicar la receta y apenas hace unos meses lo logré, pero ante la falta de cazo, mandolina y talento churrero, las rebané con un cuchillo, puse las láminas de papa en un tazón con agua salada y después de una hora, las escurrí, sequé y las puse directo al aceite caliente.
Aunque la tradición de las papas no corresponde a este lado del mundo, era parte del folclor penitenciario de Semana Santa. Un alimento que se une a los muchos que siempre acompañan a
las fiestas populares en nuestro país.
El autor es licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.
@chefjuanangel