La fuerza solidaria
El 19 de septiembre de 2017, no sólo los residentes de la Ciudad de México y los poblados continuos, sino todos los mexicanos, vivimos una de las más feas tragedias de nuestra historia: un terremoto. Esta vivencia que nos hizo recordar que polvo somos y que en polvo nos convertiremos (frase que entre líneas implica que hay un proceso, una vida, y que tras lo vivido al fin del día, lo único que cuenta es vivir para servir) nos puso a muchos al servicio de los demás, esperando, como generación que forma parte del desarrollo del país en muchos ámbitos, que cuando empiece la reconstrucción de lo dañado y la vida vuelva a una normalidad, permanezca la solidaridad que en estos días nos ha caracterizado.
Entre esa gran sacudida que enterró a muchos, también muchos despertamos de un ego que nos mantenía en apatía hacia el prójimo. En unos cuantos segundos, nubes de cemento, cristales rotos, viviendas destrozadas, trabes y losas bailando un ritmo aterrador, autos chocando unos con otros, puentes y calles tambaleándose y lo peor: gritos de angustia de personas que jamás había visto, de pronto, en un abrir y cerrar de ojos, me convertí en amigo. En amigo sin nombre, sin apellido. En amigo para ofrecer mi ayuda a los otros ante ese sufrimiento que todos estábamos compartiendo de muchas maneras.
Esa empatía, esa solidaridad, no tiene edad ni título universitario, y desde mi posición o lugar en que me encontraba, sabía que algo me correspondía hacer. Era cuestión de deber, de responsabilidad, de ser mexicano y antes que nada, de ser persona. A lo mejor no portaba el chaleco naranja de rescatista, o ni siquiera sabía el protocolo del ejército ante algo considerado desastre natural en que sólo la fuerza armada puede reaccionar para salvar y proteger.
A lo mejor, pero aún así, yo también reaccione y comprendí que la prioridad entonces, no era yo sino el otro, mi amigo, un mexicano. Que para poder ayudar no nada más se requiere la intención, sino la acción y entrega inmediata de tiempo, esfuerzo y actitud.
Tiempo, para dar de tu tiempo y priorizar, porque en momentos así, no cuentas los minutos que han pasado, sino los que ya no tendrás para salvar a alguien, para ayudar al que pudiste haber sido tú.
Esfuerzo, porque ayudar también cansa, y requiere de una mano fuerte para poder levantar un ladrillo, un balde con escombros, una caja de víveres, dar un bocado, un trago de agua, relevar a alguien que ya agotó su capacidad y requiere apoyo.
Actitud porque sin ella, el ego te ciega y te aparta de la buena voluntad, y olvidas que estar ahí es para ayudar sin colgarte medallas, es seguir reglas, planes de rescate impuestos por otros quizá que saben más que uno, seguir órdenes sin rangos.
Ante esta situación, analizo y reflexiono, la importancia de la organización como la que implícitamente se formo ese día, para poder progresar y sólo así, lograr la mayor sobrevivencia. La aplaudo, y admiro a cada persona que formó parte del rescate, porque a pesar de la tristeza, México se alzó alto, uniendo al niño y al anciano, al hijo y al padre. Uniendo a cada mexicano que aún tiene la fortuna de estar, con aquel quien era y que ya no será, que iba y que ya no irá, que vivía y que ya no vivirá, pues aquellos que el destino les marcó un camino al cielo, nos han dejado marcados con una nueva forma de ser.
Ese día, creo que a pesar de ya haber estado marcado por la tragedia exacta de 32 años anteriores, esta vez se convirtió en una fuerza solidaria plasmando para siempre en muchas generaciones, como la mía, un sentir humanitario de apoyo permanente, hasta el día que volvamos a ser polvo.