Las gallinas de la Kinka
(De mente abierta y lengua grande)
A la entrada del corral, en un cuarto angosto, de paredes gruesas construidas de adobe, había tres gallinas descansando sobre restos de zacate seco y tierra; por muchos años había sido el cuarto de los tiliches, pero con el paso del tiempo las pocas gallinas sobrevivientes se habían mudado del gallinero a un lugar más cómodo y fresco; el único que seguía deambulando en el patio era el gallo, que aún después de varias desplumadas paseaba erguido caminando con distinción. Dentro, en la pequeña casa de techo alto, en el cuarto principal, estaba mi tía Kinka, vivía y hacía todo lo necesario desde una silla de ruedas, al alcance había una estufa pequeña, la cama, mueble para la ropa, una repisa con la imagen de la virgen, un crucifijo descolorido y varias flores artificiales desteñidas por los rayos del sol que apenas se colaban por la ventana.
Diariamente, mi mamá preparaba una jarilla con la comida del día, sujetaba la tapa con una liga y la llevábamos a casa de la tía Kinka, salíamos de casa pasada las 2 de la tarde, cruzábamos corriendo la calle pavimentada que nos quemaba las plantas de los pies aún con huaraches, llegábamos a una arboleda que cubría varios corrales por donde pasaba una vereda que acortaba el camino y nos conectaba de nuevo con el cemento, 500 metros más y una vuelta la derecha ya estábamos en su casa. La instrucción de mamá era clara: “Grita buenas tardes y espera a que conteste tu tía antes de pasar de la sala al cuarto (la casa siempre estaba abierta y en su puerta principal guardaba varias perforaciones de balas, aquellas que Villa y su gente dispararon un 2 de diciembre de 1915) cuando llegues, dale la comida aunque no la quiera, pregúntale si se le ofrece algo, le ayudas a vaciar la jarrilla y te la traes de vuelta”.
La Kinka de Rafai era muy necia, no aceptaba ayuda… a excepción de los huevos. Sí, las tres gallinas era aún muy fértiles, ponedoras pues, y a diario había 3 ó 4 huevos en el cuartito del corral.
Después de entregarle la comida a mi tía Kinka, salía presuroso al corral y recogía los huevos, eso sí, siempre verificando que el huevo de yeso quedara visible y no se perdiera entre la tierra y el zacate; había un huevo de yeso que motivaba a las gallinas, un buen conocedor de gallineros sabe que al recoger los huevos debe dejar uno para que las gallinas se motiven a poner más, pero en este caso había uno de yeso para poder retirarlos todos.
Cuando entregaba los huevos a mi tía, los limpiaba delicadamente con un trapo y me daba 2, era su forma de agradecer el potaje contenido en la jarrilla y no había forma de negarse a tomar los blanquillos. Por muchos años, en la capital del mundo, el huevo fue la moneda oficial, mediante el trueque con él se podía comprar un cucurucho de azúcar o café, jabón o algún otro producto. De ahí el gran valor que le daba mi tía Kinka; ahora, si hablamos del pollo, este era un alimento de altos vuelos, con una pieza se cocinaba caldo para 8-10 miembros de una familia; una preparación que contenía poca carne, mucho arroz y suficiente caldo. Un plato con pollo empanizado era impensable e imposible: primero por la escasa carne y segundo, por la textura tan dura impedía ablandarlo mediante freído directo.
Tener ahora la posibilidad de acceder a una cartera de huevos o a varias pechugas de pollo lo podemos catalogar como un lujo, sobre todo porque hay muchos que aún viven como mi tía Kinka, y no lo hacen por convicción, sino por necesidad.
El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, conductor de televisión, creador de contenidos gastronómicos y embajador de marcas de alimentos.
@chefjuanangel