Veranos inolvidables

El autor es Licenciado en Comunicación y Maestro en Tecnología Educativa.

Esperaba el verano como se espera el sonido de la campana para la hora del recreo.

Mis ojos se llenaban de alegría cuando miraba pasar al señor Raúl encargado de tocar la campana que anunciaba la salida a los largos y hermosos corredores de la primaria Benito Juárez.

El recreo sabía a naranjas con chile de Don Rumaldo, a dulce de Gallitos de Don Esteban, a libertad de juegos en la plaza Juárez echándonos maromas como el Santo y el Bluedemon.

Cómo olvidar a ese personaje de la primaria, al conserje Don Raúl Osuna, que con la confianza que dan los abuelos nos dirigíamos hacia él para rogarle que aún no tocara la campana que daba por concluido el recreo.

Pero las campanas de junio de la Benito Juárez tenían un toque especial, se sentía el final del ciclo escolar y la entrega de boletas.

En las tardes de junio, niñas y niños enseñaban el vals de graduación con una pena que no podían ocultar.

La conclusión del año escolar y las cercanas vacaciones de verano estaban por llegar.

El Día de la Marina, era un augurio de las vacaciones largas; esa tarde en las playas negras era un festín para el pueblo: había competencia de nado y de palo encebado en el muelle sur del puerto de Santa Rosalía.

En vacaciones de verano el balneario era nuestro, nos olvidábamos de la geografía y de la raíz cuadrada que nunca supimos para qué carajo servía.

El sol de verano a temprana hora ordenaba levantar catres y despegar el corral que el quehacer de la casa reconquistaba su espacio.

Nuestras madres adelantaban los pendientes para evitar el sofocante y húmedo calor del puerto.

A los días de verano le hacían falta horas, no alcanzaba el tiempo para tantos juegos: beisbol largo, futbol, rodarse en carapachos de caguama en los cerros de cobre, andar en bicicletas, bajar la palanca de la Luz y gritarle al “Chiva Pelona” entre otras locuras propia de la niñez.

Eran tiempos de ir a comprar una cámara de llanta en la vulcanizadora del Calay, que se transformaba en nuestro imaginario yate que nos trasladaba a las cuevitas de las playas negras.

Inolvidable el juego de los gallitos en el balneario, yo siempre en los hombros mi estatura y peso menor me daba esa ventaja y alegría al caer al agua.

Al atardecer, el regreso a casa y pasar por la panadería El Boleo donde ese buen hombre, Don Pepe Gastelum, nos regalaba pan previa advertencia al decirme no traigas plebes y a la otra se la voy a apuntar a tu padre el Birín.

En la noche no podían faltar los raspados de Don Lito, los juegos en la plaza y ver bailar a los pretensos en las serenatas de los jueves amenizada por la orquesta del Charo García.

A las once de la noche sonaba el pitido de la fundición que anunciaba el cambio de turno, y la hora de tender los catres para descansar de un agotado, pero inolvidable día de verano.

El autor es Licenciado en Comunicación y Maestro en Tecnología Educativa.

FB: @Soy Pepe Peralta