Emigrar para intentar sobrevivir
El 13 de octubre de 2018 y el 15 de enero de 2019, la Central de Autobuses de la ciudad de San Pedro Sula, sirvió como punto de encuentro para que miles de hondureños, de diversas edades, agobiados por la pobreza, la violencia, la crisis política y la corrupción, tomaran la decisión de abandonar su país de forma visible y caminando. Esta acción colectiva, difundida por las redes sociales, puso en el debate político nacional e internacional y en los titulares de los medios de comunicación, a los que siempre se habían marchado en silencio para buscar mejores oportunidades de vida y contribuir al bienestar de sus familiares a través de las remesas.
Además, exhibieron el racismo y la xenofobia de ciertos sectores poblacionales de México y Estados Unidos de América, los que se convirtieron en fieles representantes de las ideas antiinmigrantes de Donald Trump. Estas caravanas lograron rebasar hasta el desdén de los políticos hondureños, quienes en el intento de beneficiar a sus partidos, se echaron la culpa unos con otros de lo que estaba sucediendo.
La población de Honduras que emigra sin documentos al territorio estadounidense así como a cualquier otro país de la región, no se va por curiosidad o porque considera que encontrará el remedio para todos sus males. Emprende el viaje, porque aunque tenga un trabajo, ya no puede vivir en la tierra que le vio crecer, debido a la fuerza con que le azota la pobreza, la violencia o la indefensión que le generan hasta las paupérrimas instituciones estatales.
En este país, de acuerdo a los datos conservadores que presenta el Instituto Nacional de Estadística, los últimos 4 años (2014-2018) cerca del 62.7% de los hogares han vivido en condiciones de pobreza relativa y el 39.4% en pobreza extrema.
Pero la realidad social de la que huyen los migrantes no se limita a eso; en las observaciones preliminares de la visita in loco realizada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del 30 de julio al 3 de agosto de 2018, se expone que en la sociedad hondureña impera un clima político polarizado, circulan más de 1 millón de armas ilegales, los grupos vulnerables (niños, mujeres, LGBTI, indígenas, afrodescendientes entre otros) sufren una grave situación de violencia, persisten altos índices de desigualdad y exclusión, existe una profunda desconfianza en el aparato de justicia, y la libertad de expresión es afectada desde el mismo Estado.
Mientras se mantengan esas condiciones, de poco servirán las campañas de sensibilización difundidas por los medios de comunicación para desestimular la migración indocumentada; o que las policías de los países vecinos les repriman; y menos las iniciativas estatales concretizadas a medias para generar moribundas microempresas, que no soportan las exigencias tributarias del Estado, ni el impuesto de guerra que les exige pagar el crimen organizado en las principales ciudades del país.
Intentar reducir de manera significativa la migración indocumentada, demanda realizar profundas transformaciones estructurales en el país, orientadas a generar aunque sea un mínimo de bienestar social compartido. Mientras esto no suceda, seguirán migrando hondureños en caravana o de forma silenciosa, porque un alto porcentaje de los que se van en estas condiciones lo hacen para intentar sobrevivir, y temen retornar al lugar del que salieron; situación que constataron los miembros de la ACNUR al entrevistar en el paso fronterizo del puente internacional de Ciudad Hidalgo, México, a parte de los integrantes de la caravana migrante que salió el 15 de enero de 2019, de la ciudad de San Pedro Sula.
Mario Alexander Cabrera Duarte
Profesor investigador de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras en el Valle de SULA (UNAH-VS) y miembro del Seminario Niñez Migrante Honduras.