Política de Seguridad retrógrada
No había lugar a dudas: el año 2024 comenzaría con los mismos niveles de violencia que caracterizaron al 2023. Sólo en la ciudad de Tijuana, el martes 2 de enero, se registraron 11 homicidios. La respuesta institucional no sólo es torpe e ineficaz, sino principalmente indiferente. Esta indiferencia es el resultado de la completa falta de voluntad política desde la principal tribuna gubernamental para abordar de manera objetiva el grave problema que enfrentamos. Esta actitud ha relajado a todos los liderazgos políticos e institucionales, tanto a nivel federal como local, ya que aquellos que deberían exigir resultados no sólo hacen lo contrario, sino que van más allá al negar la existencia del problema. Además, atribuyen la crítica y el señalamiento mediático y social sobre esta trágica violencia a sus adversarios políticos y a campañas de desprestigio. Los muertos simplemente no importan; se convierten en simples números en un ejercicio de debate político.
En este contexto, se presenta la situación ideal para funcionarios líderes en las áreas de procuración de justicia y seguridad pública que son ineficaces, deficientes o corruptos. La ausencia de presión y consecuencias por sus resultados deficientes, fruto de decisiones equivocadas o distorsionadas, configura un entorno perfecto en ese paisaje perverso. En medio de esa triste realidad, que parece ser casi única en el contexto mundial, hay un elemento que ha experimentado un notable aumento: la revictimización de las víctimas de la violencia, también conocida como violencia secundaria.
Desde la principal tribuna de nuestro país, somos testigos de esta violencia secundaria en la inenarrable tragedia ocurrida en una posada en Salvatierra, Guanajuato, donde inexplicablemente 11 jóvenes, con toda una vida por delante, fueron cruelmente asesinados. Insinuar que este trágico suceso se debió a un tema de consumo o compra de drogas de ninguna manera justifica ni se acerca a explicar el hecho. Por el contrario, todas las convenciones, acuerdos y tratados en materia de derechos humanos prohíben categóricamente estas desastrosas argumentaciones institucionales, algo que raramente se escucha de parte de un mandatario federal.
Un escenario sociopolítico similar en cualquier otra parte del mundo que se enorgullezca de tener sociedades respetuosas de la ley y con civilidad social y política (que no es nuestro caso) habría paralizado a toda una nación. Sin embargo, en este México sin respeto y con pocas garantías institucionales, el trágico suceso se convierte simplemente en otro acontecimiento más destinado a ser opacado y gradualmente olvidado hasta que surja la próxima tragedia en algún otro rincón de esta sangrienta nación. Es imperativo que los mexicanos, tanto mujeres como hombres, nos respetemos a nosotros mismos de una vez por todas y comprendamos que tanta violencia homicida no es normal, al igual que la ineficiencia y el desdén institucional.
La indiferencia, indolencia y apatía institucional son meramente reflejo de las actitudes ciudadanas que mantenemos frente al dolor ajeno. La única manera de cambiar esta realidad es transformando esas actitudes, aprendiendo a comprender y empatizar con las víctimas de la violencia y sus familias. Ponerles rostro a estos 11 jóvenes cuyas vidas fueron truncadas debido a la dramática polarización y perversidad de la política mexicana, que ha deteriorado y destrozado las instituciones de seguridad que deberían protegerlos, constituirá un importante paso hacia la revolución de las conciencias ciudadanas. Esto dejará en claro que lo que estamos experimentando no es normal y, mucho menos, aceptable. La paz y la tranquilidad sólo serán posibles cuando dejemos de ser simples espectadores y nos convirtamos en actores responsables de construir un México basado en la legalidad y la justicia que nos corresponde.
Prestemos atención a las promesas presidenciales de la destrucción completa de las instituciones de procuración que se presentan como una realidad. Nada en este gobierno es amenaza sino consigna, sobre todo de cara a las elecciones, donde el gobierno en turno y el partido oficial saborean ya el poder absoluto.