La reforma judicial, algo bueno
En el diseño de la organización política hay evoluciones e involuciones, se puede ir hacia delante pero también retroceder. Con la elección democrática de jueces, habrá un retroceso de casi 170 años. En la Constitución de 1857 se estableció y fracasó, tanto que al poco tiempo se abandonó.
El clamor en contra sugeriría que el sistema vigente es perfecto. No hay tal. El sistema de ternas para elegir a los ministros es absurdo. Poner a competir a tres candidatos cuando quien hace la terna (presidente) tiene un favorito para que el Senado elija no es mejor solución. Resultó lamentable el escenario de terneros persiguiendo a senadores en los pasillos de la cámara para rogar su voto favorable.
El mejor sistema (no perfecto) es el de Estados Unidos, el que siguió México durante la dictadura perfecta: El presidente propone un candidato y el Senado aprueba o rechaza. No significa que el presidente asegure la silla judicial. En EU son proverbiales los descalabros de Nixon con jueces, supuestamente aliados, que después le dieron la espalda. Lo mismo le ocurrió a George W. Bush, y le pasó a Trump con una de las juezas que propuso. En México, le achacan a Záldivar haber traicionado a Calderón, cuando en realidad al único que traicionó fue a sí mismo. AMLO ha dicho que dos de los ministros que propuso lo traicionaron, cuando simplemente, ella y él, hicieron lo que se esperaría: actuar con independencia. La gracia de la silla judicial es que no caben las lealtades personales, son cuestiones de Estado, es la conciencia de cada uno la que debe prevalecer.
La elección popular de los ministros ha impedido ver la importancia de otro segmento de la reforma que tiene que ver con el Consejo de la Judicatura Federal. En la reforma judicial de 1995, con los ajustes generados por dos senadores, exministros de la Corte: Salvador Rocha y Trinidad Lanz Cárdenas, quedó el Consejo de la Judicatura Federal algo subordinado a la Corte. Más adelante en 1999, en lo que se conoce como la contrarreforma, el inefable Genaro Góngora, recuperó para la Corte su hegemonía en la administración, disciplina y carrera judicial y anuló al CJF. Jorge Carpizo escribió que "hubiera sido mejor desaparecerlo".
La reforma sustituye al Consejo de la Judicatura Federal con dos instancias: el Órgano de Administración Judicial (OAJ) y el Tribunal de Disciplina Judicial (TDJ. El elemento crucial es que los dos órganos tienen facultades sobre la Suprema Corte y sus integrantes. El sistema político mexicano había ubicado a la Suprema Corte en un supremo pedestal. La Corte era intocable al grado de disponer y resolver para sí misma su régimen laboral, disciplinario, presupuestal, salarial, de seguridad social y pensiones. Entre sus prerrogativas se estableció constitucionalmente que el presidente de la Corte sería al mismo tiempo el presidente del Consejo de la Judicatura Federal.
Esto lo denuncié en la academia, el foro y la prensa como un absurdo jurídico y político, lo que me valió que con un artículo transitorio de la Constitución (prueba que hay artículos constitucionales inconstitucionales) cesara en mis funciones como consejero fundador del Consejo de la Judicatura Federal designado por el Senado, sin haber de retiro, sin poder terminar el encargo que me confirió el Senado y sin haber podido cobrar las prestaciones que por ley me correspondían. A ver: "alégale al ampáyer" se dice en los llanos del beisbol, como bien sabe AMLO y quienes practicamos este deporte.
Ningún presidente de la Corte desde la reforma: Aguinaco, Góngora (el inefable), Azuela, Mayagoitía, Silva, Aguilar, Záldivar ni siquiera Piña, cuestionaron ser juez y parte en las controversias en que se sometió al Consejo a los designios de la Corte. Eso se acabará y es una buena señal.