La violencia que se está expandiendo
Apenas habían transcurrido 100 días de gobierno cuando advertí que, de seguir por la ruta del encono, el sexenio podría terminar con dosis inaceptables de violencia. Hoy es inútil repetirlo, porque al faltar apenas año y medio del periodo en curso esa violencia ya forma parte de nuestra vida cotidiana y es ya, también, el rasgo más destacado del gobierno de López Obrador: la violencia verbal convertida en amenaza y exacerbada por sus seguidores. La violencia se ha adueñado de la vida política de México y se está multiplicando en todas partes.
No es verdad que haya sido así desde el principio. El tono de las descalificaciones, la virulencia de los adjetivos, la hondura de la difamación y la calumnia han aumentado día a día. La lista de las personas agredidas directamente por el presidente ya es larguísima y es aún más amplia la que forman los amenazados por sus partidarios. Y lo mismo está pasando desde la otra orilla: cada vez son más fuertes los insultos que caen sobre el jefe del Estado mexicano y sobre sus seguidores. Si el presidente quería una sociedad polarizada, ya lo consiguió.
Que se descalifique a los líderes de oposición sin escuchar sus argumentos y sin aceptar ningún diálogo ya es lamentable. Lo mismo puede decirse de los periodistas y los académicos que pagamos nuestras críticas con la zozobra de las agresiones cotidianas. No convalido de ninguna manera esas violencias: son deleznables desde cualquier punto de vista. Pero son mucho más graves cuando se dirigen hacia las personas que encabezan las instituciones del Estado. Y eso es exactamente lo que está sucediendo ahora: las cabezas de los poderes Legislativo y Judicial y los titulares de varios de los órganos autónomos han sido abiertamente difamados, calumniados y amenazados por el presidente de la República.
Me niego a repetir aquí las palabras que ha empleado el presidente. Me niego a aceptar que ese sea el destino inexorable del país: dividirnos con violencia porque así lo ordena el energúmeno. Me niego a aceptar esa estrategia promovida por el titular del Estado mexicano, reproducida desde las más altas esferas del poder político y agigantada por sus huestes. Nadie debe resignarse a la violencia.
No será fácil escapar de la espiral de agravios y de provocaciones que se están acumulando. Tengo la certeza de que el gobierno no estará dispuesto a rectificar ni mucho menos a moderar el tono: a serenarse. Para el presidente y para sus partidarios, cambiar de opinión equivale a una derrota. Y cada vez que López Obrador se siente desafiado, dobla la apuesta. Tampoco creo que la clase política tradicional esté dispuesta a promover un diálogo sensato. Ni Chana ni Juana quieren escuchar los barruntos de tormenta que están nublando el cielo mexicano.
Aún en los momentos más difíciles, el reconocimiento de la pluralidad política y la competencia electoral les dieron cauce democrático a nuestros agravios. Pero esa salida pacífica y civilizada del conflicto que se está enervando por todos los rincones del país fue clausurada por órdenes presidenciales, de modo que ya se velan armas para una auténtica guerra sin cuartel, en la que se cruzarán todas las agendas, con el riesgo inminente de que las violencias se entrelacen y estallen en la locura de obedecer o rebelarse, sin matices: esa dicotomía que tanto celebra el presidente en las mañanas.
Quedan apenas 18 meses para intentar que ese destino fabricado desde Palacio Nacional fracase. Que los violentos encuentren un dique entre quienes preferimos vivir en paz y estamos decididos a contradecir la guerra civil a la que quieren arrastrarnos. Ya no hay mucho tiempo y hay pocos recursos para impedir que la polarización forzada nos lleve hasta los límites. Empero, debemos evitarlo.