Putin y Kirill
Rusia, en la época de los zares, se concebía a sí misma como “la tercera Roma”, heredera de Roma y Constantinopla. Moscú recibiría la estafeta imperial, entendida como se vivió en el imperio bizantino, deudor del “agustinismo político”; teoría en boga durante el medioevo, según la cual el trono está al servicio del altar, pero, por eso mismo, controla al altar. Al restaurar el nacionalismo ruso, Putin ha resucitado esa forma de connivencia entre el poder político y la autoridad religiosa. Ello le ha permitido incluso bendecir a los soldados y a las armas que parten a la guerra con Ucrania, teniendo ésta un valor no sólo nacionalista, sino también religioso.
Sólo de esta forma se puede entender cómo el Patriarca Kirill ha públicamente apoyado la guerra con Ucrania, en vez de oponerse, como sería su deber en cuanto autoridad religiosa máxima de Rusia. Encarna lo que podríamos llamar un cristianismo beligerante. Esto resulta altamente sintomático de la confesión ortodoxa rusa o, por decirlo de otra forma, la describe de una pincelada. El cristianismo ortodoxo ruso se quedó empantanado en una forma medieval de vivir la fe –la época de las cruzadas-, y ha carecido de la purificación que supuso para la Iglesia todo el movimiento ilustrado. Es decir, se trata de una forma de vivencia cristiana no depurada por el crisol de la crítica ilustrada. El resultado es patente: la religión termina por ser servil a la política. El emperador, el zar, en este caso Putin, controla a la Iglesia, la cual se vuelve su brazo religioso. Todo ello coadyuva al nacionalismo ruso, último causante del conflicto bélico con Ucrania.
Por eso nos resulta tan repugnante la actitud del Patriarca ruso, porque la vemos con un desfase de mil años. Así era el cristianismo hace mil años, heredero de una cuestionable interpretación del pensamiento de san Agustín (no la más afortunada, a decir verdad). Pero en esa actitud vemos cómo la Iglesia ortodoxa rusa puede comprenderse como una Iglesia fósil, anclada a modos de funcionar ampliamente superados por su contraparte católica que, como realidad viva, ha ido adecuando su mensaje y su forma de existir a los momentos históricos pertinentes.
Así se entiende la respetuosa llamada de atención de Francisco al Patriarca Kirill, recordándole que el cristianismo es una fuerza de paz. De hecho, le recordó que “como pastores del pueblo debemos unirnos en el esfuerzo por ayudar a la paz, por ayudar a los que sufren… las guerras son siempre injustas… la guerra nunca es la solución”. Por eso, también ha afirmado el Papa, “la Santa Sede está dispuesta a todo, a ponerse al servicio de la paz”. Sin embargo, cuidando las formalidades diplomáticas, parece que han caído en saco roto las fraternales advertencias del Papa al Patriarca. En efecto, Kirill afirma: “No queremos pelear con nadie. Rusia nunca ha atacado a nadie… sólo ha defendido sus fronteras”. Esta doble narrativa mantenida por el Patriarca ruso, ha llevado a la cancelación del histórico encuentro que esperaban tener a finales del año en Jerusalén.
La guerra ha conducido, de esta forma, a un enfriamiento del diálogo ecuménico, y nos ha hecho tomar conciencia de que las barreras que impiden la unidad entre ambas confesiones no son sólo doctrinales sino también culturales. Son dos modelos de Iglesia diversos: una, la católica, emancipada del dominio político; la otra, la ortodoxa, servil a intereses políticos. Esa actitud y ese desfase histórico explican por qué los patriarcas rusos se han opuesto sistemáticamente a la visita del Papa a Rusia, y cómo las autoridades civiles los han apoyado. Temen el atractivo de una visión de la Iglesia más acorde con los tiempos que vivimos, más en sintonía con los valores imperantes en la cultura hodierna.
Esperemos que “la locura de la guerra” les lleve a los religiosos ortodoxos más agudos, a plantearse una crisis de fe: “¿cómo es posible que mi iglesia respalde esta locura?”, “¿cómo puedo apoyar, basado en el evangelio, esta sinrazón?” Es de esperar que dentro de la jerarquía ortodoxa experimenten una crisis por la guerra y les haga pasar por su propio proceso de purificación, su “ilustración comprimida”, que les lleve a modernizar su creencia y, de esa forma, a acercarse a la comunión con su contraparte católica.