Pleitos de honor, de amor y de odio
El enojado reyezuelo de aquel reino imaginario no pudo contenerse más y estalló en cólera al escuchar cómo aquellos caballeros azules increpaban y acusaban de traidor a su protegido. Cual felino acosado por las vías del Tren Maya, el reyecito saltó y se abalanzó contra aquellos atrevidos que le recordaban su traición al mercader que, de la noche a la mañana, había cambiado sus principios y se había vendido por un plato de lentejas judiciales. "El mercader que cedió y las dio", le dijeron a su entenado, desatando la ira furibunda de aquel monarca tropical.
Para cuando uno de sus leales caballeros del Verde Valle quiso contener al rey, ya era demasiado tarde. Descompuesto, furibundo y manoteando, el monarca profería toda clases de amenazas y maldiciones en contra de los azulados caballeros. En medio del zafarrancho en el salón de plenos de aquel recinto tropicalizado, se escucharon gritos, arengas y exclamaciones mientras la multitud rodeaba a los tres o cuatro involucrados en la riña que se volvía viral en las publicaciones, los edictos y el morbo de las redes sociales.
Pero detrás de la defensa de su lacayo que lo ayudó con un voto clave a sus reformas al reino, en realidad el empoderado monarca tropical lo que estaba cuidando y defendiendo, incluso a los golpes, era el honor y el amor de aquella joven que había llegado a su vida desde las tierras del norte y que, a fuerza de haberlo acompañado en sus campañas, se había convertido en algo así como una droga para sus sentidos, al grado de que la había hecho algo así como su reina consorte.
Porque, aunque la joven Dulcinea no aparecía ni involucrada ni mencionada en el pleito, en realidad uno de los dos caballeros azules que le había faltado el respeto a su protegido era originario de las mismas tierras del norte de donde provenía su amada y tenía con ella viejas rencillas y una rivalidad política que incomodaba a la damisela e interfería con sus planes de regresar un día a las tierras altas, convertida en dueña y señora gobernante.
Por eso más que las palabras y la sorna que le hicieron al "traidor", lo que había encendido al reyezuelo tropicalizado era en realidad que aquel señor azul se le atravesaba no sólo en el ánimo, sino en sus proyectos políticos futuros para él y su joven venerada. Y así fue como saltó, profiriendo amenazas intimidantes y hasta letales contra aquel Vázquez que osaba meterse, primero con su adoración y luego con su ahijado político.
Y cuando todos en aquel reino imaginario comentaban y se solazaban en el chisme de aquellos pleitos de honor, de amor y de odio, el caballero azul salía despavorido del Palacio legislativo y, como quien teme por su integridad y por su vida, comenzó a gritar en la plaza pública: "Quiero dejar el precedente de lo que está pasando porque las amenazas sí fueron rudas y prácticamente golpeando", vociferaba a voz de cuello el azulado caballero, quien además decía, para alimentar aún más el morbo, que presentaría una denuncia formal ante las cortes reales porque, al parecer, el rey y su entenado estaban bajo el influjo de caldos o vapores de las muy buenas uvas que sabían darse en el idílico reino.
El tropical monarca, mientras tanto, se engallaba y se decía seguro de haber defendido su honor y el de sus favoritos y, asomándose al balcón de aquel Palacio blanco, respondía envalentonado al azulado Vázquez: "Desde luego que hay una diferencia con el señor Senador y aquí, afuera o donde él quiera, nosotros estamos dispuestos, al menos yo, a sostenérselo en su cara. Y desde ahora le digo, yo renuncio a cualquier fuero, que el señor vaya y me denuncie y que me diga nada más a dónde tengo que ir. Por sostener mi palabra, yo no me voy a doblar y no le tengo miedo a nadie".
Y así, en aquel reino de escaños, traiciones y cañerías, cual caballero que defiende a un amigo, pero que al mismo tiempo protege a la dama, el empoderado rey que no le temía a nadie ni a nada, esperaba paciente en su Palacio la denuncia, mientras organizaba bien sus pleitos y campañas; porque al mismo tiempo que tenía una guerra civil en las tierras del sur, donde sus propios paisanos se le rebelaban, el valiente monarca quería conquistar las tierras altas del norte y regalarle a ella, a la que alguna vez llevó a la luna, la inmensidad de aquellos valles, montañas y cañadas… Los dados se guardan por el fin de semana, pero les dejan a los amables lectores una enorme y ascendente Escalera.