Ganadores de la convocatoria "Relatos de Terror Expreso"

Después de una reñida preselección, fueron tres los relatos que cumplieron con todos los requisitos para ser votados en esta instancia y así determinar qué lugar se llevarán gracias a tu voto.
Especial/EXPRESO.

Disfruten de esta increíble muestra de creatividad talento de nuestros concursantes y ayúdenles a premiar sus relatos.

Votación cerrada el 28 de octubre de 2022 a las 3 p.m. ¡Felicidades a los ganadores!


Ganadores
  • Primer lugar: "Mi relato de terror", de Jazmín Esquivel
  • Segundo lugar: "Un cortesito", de Elizabeth Beltrán
  • Tercer lugar: "La extraña viejita de la escuela", de Jorge Murillo

 

¿Cuáles serán los premios?

Les recordamos que todos los trabajos aquí presentes serán publicados en nuestra edición impresa de EXPRESO de acuerdo a los términos de la convocatoria. Asimismo, estos son los premios a los que serán acreedores:

  • Primer Premio: pase doble para Tecate Sonoro
  • Segundo Premio: pase doble para Santa Fe Klan
  • Tercer Premio: pase doble para juego de Naranjeros


A continuación les dejamos los tres relatos seleccionados.

 

"Un cortesito"

Por Elizabeth Beltrán Álvarez

La calle Garmendia, a las crudas seis de la tarde, se hizo larga frente a tus ojos; se estiró hasta la sequedad del desierto que te gritaba en la nuca. Sentiste como te soplaba los cabellos con su aliento hediondo a podrido. Giraste la cabeza y tu cuello se torció, susurrándote en el oído que corrieras. No lo hiciste, aunque el no ver a nadie ni nada sólo apretó más el nudo en tu garganta que te chillaba un "¡Huye!".

Las barberías a cada uno de los lados del pavimento empezaban a guardar sus avisos y letreros; las pocas que aún se mantenían abiertas te voceaban: tenían promoción, te iban a dejar más guapo y además te hacía falta un corte. No hubieras entrado a ninguna de no ser por la presencia seca que te estaba obligando a esconderte.

Entraste al cuarto jugando a ser tienda, ese de tres metros por tres metros, sudado de sol y de miedo con la desesperación aplastándote las costillas para que gritaras. Una mujer alta y delgada, con cabellos negros moteados de blanco y un mandil manchado de tintes, se te quedó mirando con una expresión que no entendías si era de preocupación o de acecho:

—Pásele, muchacho. Ya está aquí adentro; le corto el pelo pa' que se vaya bien birriondo. — No te preguntó nada más antes de jalarte a la silla descarapelada de cuero negro que giraba torpemente por la mugre seca atorada en sus tornillos.

Te amarró una capa al cuello y te puso de espaldas al espejo sin siquiera preguntarte que corte querías; tu interés no iba más allá de no morir devorado por una bestia sobreviviente del páramo desierto, así que la dejaste ser sin cuestionar sus actitudes broncas.

Escuchaste como afilaba la navaja perfiladora y sentiste la forma en que el sudor te escurría, comenzando por los junios de verano hasta la espalda baja, donde empapaba la cintura de tus pantalones. Empezó a cortar mechones de pelo húmedo con unas tijeras oxidadas que nunca hubieran podido rebanar la ansiedad que había comenzado a llenarte las venas; la sangre te subía hasta la cabeza, tan rápido como el pánico te chorreaba por la cara, pero la mujer no se detuvo en el detalle de tu miedo mientras reía y cantaba:

—Nombre, m'ijo, tu novia se va a quedar loca cuando te vea con el cortesito que te voy a echar. — no la viste, pero la escuchaste reírse para sí misma. Te preocupó que se estuviera burlando de ti y en tu mente apareció la voz de tu mamá diciéndote "ya te dejaron en la chompa una mordida de burro". Oíste como dejó las tijeras a un lado y tomó el perfilador con una mano, mientras que con la otra te detuvo fuertemente la cabeza hacia abajo para que el cuello estuviera descubierto y rozarte los cabellos con la navaja.

De repente, sentiste como el metal cortaba rápidamente tu carne; el ardor pudo haber llegado antes o después que el calor, pero estuvieron tan cerca uno del otro, que no tuviste tiempo de separarlos entre sí. Diste un respingo en la silla y la mujer exclamó agudamente:

—Ay, plebe. Discúlpame, es que se me desconectó la cholla por un momento. ¿No te pasa? Cuando menos te das cuenta, 'tas caminando con el sol achicharrándote la tatema, sin saber pa' donde vas, nomás haciéndolo en automático. Y ese es el meollo, que luego ni te fijas en lo que estás haciendo y haces cosas malas…— ya no se estaba riendo, pero tampoco estaba cortándote el cabello. En un movimiento único de la mano, de izquierda a derecha, mientras te empujaba la espalda con la cadera y te sostenía la cabeza hacia atrás jalándote de la frente con la otra, tu yugular se dividió por la hoja de fierro que abrió el paso a los borbotones de caliente sangre que le siguieron.

Quisiste gritar, pero el aire que tu cerebro enviaba de tus pulmones a tu garganta para emitir ruido se filtraba por la herida que ahora gorgoteaba, como si el líquido carmesí estuviera hirviendo, calentado por la desesperación guiada por la muerte. Tu corazón dejó de latir cuando ya no tuvo sangre suficiente para alimentarse como sanguijuela, y fue entonces que te diste cuenta de que fallecer no significaba lo que tú pensabas. Después de degollarte, en esa existencia muerta tan parecida a la vida, notaste que las manchas del mandil no eran tintes y que la mugre de la silla no era mugre común; la mujer cerró la puerta mientras les daba las buenas noches a quienes pasaban por enfrente y entonces llamó a un hombre que salió de la puerta interior del local, quien la ayudó a cargar tu liviano cuerpo por una escalera oscura.

Sentiste los dientes de la segueta arrastrándote la piel, pellizcándola antes de cortarla. Dejaste de sentir el dolor como algo ajeno a tu cuerpo cuando ya habían terminado de destazar tu torso. No te quisiste ir, aunque las arcadas te hicieron cosquillas en el estómago cuando te sacaron las muelas y los ojos; querías saber dónde terminaban los muertos de ese rincón de Hermosillo.

A las ocres cinco de la mañana, el puesto en el Mercado Municipal de don Chemalia ya estaba bien surtido de carne fresquecita. En los letreros rallados con gis podía leerse como estaban vendiendo tus piernas a setenta pesos el kilo, la espalda a cien, y la costilla a ciento veinte; le vendieron tus vísceras a un taquero, la pantorrilla a una mujer entrada en sus cuarentas y tu corazón y sesos a un comedor comunitario.

Tu final estuvo ahí, en Sonora, entre los sonorenses; en caldo de hueso, tacos de barbacoa y machaca.


"Mi relato de terror"

Por Jazmín Esquivel

Era el año 2006, mis tíos se acababan de mudar a su nueva casa que, curiosamente, tenía una ventana que daba al panteón Yáñez; a pesar de que vivir al lado de un cementerio suena muy de terror, nada ni nadie les podían quitar su felicidad, puesto que estaban esperando a su primer hijo. 

Su casa era de dos pisos y la ventana se encontraba en la planta alta, era lo primero que veías al subir y al salir del baño de arriba. Mi tío trabajaba de noche como velador en una empresa, por lo que mi tía pasaba sus noches sola. Mi tía siempre sentía escalofríos pasadas las 11 p.m. y prefería mirar al piso o no enfocar su mirada al salir de su cuarto de noche.

En una de esas noches, después de salirse de bañar, me cuenta que de un momento a otro sintió una gran inquietud, como si algo le hablara o le pidiera voltear al salir del baño. A pesar de que realmente le daba miedo, decidió mirar.

Para los que nunca han visitado el gran panteón en la colonia Modelo, este se encuentra iluminado por varios alumbrados, no tiene muchas divisiones y la mayoría de tumbas suelen ser muy viejas, puesto que datan desde 1920, cuando fue fundado.

—¿Un niño?— se preguntó a sí misma.

—¡¡UN NIÑO!!— exclamó asustada y bajando rápidamente.

Intentó entrar pero todas las puertas del panteón estaban cerradas, pensó que capaz y había visto mal y corrió de regreso a la ventana.

Un niño, con su mandil escolar color rojo, jugando con una pelota azul, iluminado por un poste. Mi tía se quedó boquiabierta y recuerda sentirse congelada; va por su teléfono para marcarle a su esposo pero al volver ya no se encontraba nada.

Durante los siguientes días, mi tía regresaba a la ventana a ver si encontraba al pequeño, pero no se veía nada, incluso todo el panteón se veía mucho más iluminado.

Fue hasta unos días antes de su baby shower cuando por fin volvió, ahí estaba, de pie. Su actitud juguetona había cambiado y ahora apuntaba con su dedo a algo: su pelota azul estaba ponchada. Mi tía lo vio durante 2 minutos y se desvaneció en cuanto parpadeó.

Se llegó el día del baby shower, la barbacoa con sopa fría no debía faltar y los regalos desbordaban de la mesa. Una gran fiesta que incluso se escuchaba hasta la colonia Balderrama.

Al siguiente día mi tía tomó uno de los muchos regalos, un set de carritos de madera que se veían muy resistentes y lo guardó en su bolsa.

Entró al panteón por la característica puerta azul claro, caminó hacia la tumba frente a su casa y cuando llegó se quedó asombrada por la gran cantidad de juguetes que yacían en ella, bates, bloques, peluches, muñecos, entre muchos más, parecía una juguetería entera.

Mi tía dejó los juguetes, en la tumba se podía leer el nombre de 'Carlitos', adornada con listones azules y rojos, empolvado y con algunas estampitas de Santos y de la Virgen.

Mi tía regresó a su casa y su embarazo siguió, en unos meses tuvo a un bebé saludable y risueño. En uno de esos días en los que la maternidad se puede volver muy ajetreada, alguien tocó a la puerta.

Mi primito como buen recién nacido no dejaba de llorar.

—Manuelcito, por favor deja de llorar que llegó alguien — dijo apresurada, tratando de peinarse y no verse tan alocada. 

Abrió la puerta y todo lo que era sonido pasó a ser silencio, no se escuchaban ni los pájaros ni el llanto. Al mirar abajo, ahí estaba; la pelota azul.



"La extraña viejita de la escuela"

Por Jorge Murillo Chisem

En México llamamos "pueblo fantasma" a las localidades donde los habitantes originales la abandonaron por diferentes motivos, como desastres naturales, cierre del lugar por incosteable, migración de sus pobladores, etc. A todos nos despierta curiosidad esas comunidades que, en algún momento, dejaron de ser sitios llenos de vida y se transformaron en lugares oscuros, vacíos y silenciosos, donde nadie se atrevería a pasar una noche solo.

Pero al joven director de la nueva escuela del Tec de Monterrey, que se programaba iniciar en Hermosillo para 1983, le gustó el lugar cuando subió a la loma y observó las edificaciones abandonadas donde se quería inaugurar la universidad militarizada. Y en efecto, ésta nunca pudo iniciar sus labores educativas a pesar de estar en un lugar muy visible al norte de la ciudad, a un lado de la carretera que conduce a Nogales.

Finalmente el nuevo campus del Tec se pudo iniciar en el verano del año programado, con gran esfuerzo y apuro de sus trabajadores por terminar las aulas y remodelar los edificios de la militarizada.

Había en el campus pocos maestros y alumnos en el invierno de 1987, cuando uno de sus profesores se empeñaba en aprender la novedosa tecnología de las computadoras Macintosh.

Presionado por sus directivos, trabajaba con aquella extraña máquina, usando también la impresora que zumbaba de lado a lado imprimiendo los trabajos académicos. Era viernes en la tarde y ya oscureciendo no se dio cuenta de la última persona que se despidió. Se quedó solo en la oficina y seguramente en toda la escuela, porque era el siempre esperado "viernes social" y era típico que "pegaran los apaches", histórica expresión norteña que se usaba para decir que el lugar quedó abandonado.

Como era noviembre, seguramente escuchaba los zumbidos del viento por las ventanas que anunciaban la llegada del invierno. Sin embargo, a pesar de aquella soledad, el profesor mantenía su interés en la computadora, pero de reojo se dio cuenta de que una persona alta, delgada, con falda larga y paso firme, iluminada sólo por la luz pálida, mortecina, de las máquinas de refrescos, se dirigía a su oficina.

Al bajar las escaleras, aquella extraña figura alzó la mano con intención de saludar y, al pasar por la ventana exterior de la oficina, escuchó su voz que le decía: —Buenas noches, profesor—.

No le pudo contestar porque ya había desaparecido de su vista. Extrañado, habló por teléfono con el guardia de la caseta de vigilancia preguntándole sobre aquella persona y la respuesta fue más extraña aún:

—Profesor, sólo estamos esperando a que usted se retire para cerrar. No hay nadie más en la escuela—, contestó el guardia.

Pasaron varias semanas de aquel incidente y al ocupar un asiento del camión escolar, aprovechando que era el primero en hacerlo y cerca del chofer que esperaba al resto de los empleados, éste le preguntó:

—Profesor, ¿es cierto que la viejita que se aparece en las noches aquí en la escuela, solamente a usted le ha saludado?—. Sorprendido el profesor, contestó: —¿Cuál viejita? —.

—¿Que no le han platicado que se aparece en silencio, sola, sentada a media noche en el centro del jardín?—.

Intrigado les preguntó a los trabajadores de mayor antigüedad.

—¿Por qué no se le han acercado para ver qué se le ofrece?—

—Ah, profe, en cuanto nos hemos decidido hablarle, pos... desaparece—

—Mire, profesor, — le dijo un antiguo trabajador del campus —Cuando estábamos haciendo remodelaciones de los edificios abandonados de la militarizada, de una de las paredes del cerro que tumbamos salieron muchos huesos; yo digo que eran humanos, eran muy blancos, pero otros decían que eran de algún animal—.

—El caso es que estábamos nerviosos y ya nadie quería trabajar, porque decían que eran los restos del joven migrante que pidió trabajo con los de la militarizada, pero se accidentó matándose al caer de los andamios. Nadie supo que hicieron con el cuerpo—.

Al darse cuenta del problema, el 'maistro' de obras les ordenó molesto: 

—Déjense de cuentos y pongan esos huesos en un saco de cemento y diganle una oración, pero lo entierran allá abajo en el arroyo… ¡Y ni digan nada porque nos van a detener la obra y ya estamos muy atrasados!, ¡Así que muévanse! Y así lo hicimos—.

—Yo creo, profesor, que esto tiene mucha relación con la viejita que se aparece… Y además creo que se ha encariñado con la escuela— terminó diciendo.

En efecto, precisamente hace algunas semanas pasó una cosa curiosa: una jovencita de prepa llegó temprano a sus clases de las 7:00 de la mañana con un fuerte dolor de cabeza. Buscó en las oficinas y no habían llegado las secretarias. Se fue a la dirección de la escuela y vio a una viejita de pelo blanco que hacía el aseo:

—¿Qué se le ofrece m'ija?— le preguntó cariñosamente,  y ella le explicó el dolor de cabeza que no cedía.

—Mira—, le dijo, — déjame ver en la oficina.— Y le trajo unas pastillas y ella escogió la aspirina. El dolor desapareció rápidamente y cuando regresó a buscar a la persona para darle una vez más las gracias por la atención, nadie le pudo informar.

—Aquí no trabaja ninguna viejita con cabello blanco.— le dijeron en la dirección. La alumna visiblemente impresionada se sigue preguntando:

—¿Quién pudo haber sido?—.