El sufrimiento del inocente
El sufrimiento del inocente, escribe P. Mario Arroyo en #EnPrivado
Pregunta una profesora universitaria millennial, ¿Cómo explicar el sufrimiento del inocente?, más en concreto, aquel sufrimiento que no es causado por el hombre, sino por la naturaleza, como la enfermedad -la pandemia-, un terremoto, un tsunami o eventos similares en donde no hay responsabilidad humana. ¿La culpa es de Dios? ¿Por qué permite esas tragedias?
En efecto, el argumento del mal, y más en concreto, el del sufrimiento del inocente, suele ser uno de los más recurridos para justificar la postura atea. Ya Epicuro explicaba: “Si Dios es bueno y omnipotente, ¿Por qué existe el mal? Si puede evitarlo y no quiere, no es bueno; si quiere y no puede, no es omnipotente; si ni quiere ni puede, no es Dios. El mal existe, luego Dios no”.
En realidad, toda la historia de la filosofía ha intentado ofrecer una respuesta convincente; sin embargo, finalmente el problema del mal se encuentra envuelto en un halo de misterio.
Pero, a donde no llega la filosofía, sí alcanza la teología. La respuesta al problema del mal, que no deja de tener algo misterioso y superior a nuestra razón, no es filosófica, sino teológica; siendo además una de las ventajas que ofrece la explicación cristiana de la realidad: proporciona un sentido a lo que pareciera más absurdo y sinsentido. El reclamo del hombre hacia Dios por el mal queda desarmado desde el momento en que Dios asume ese mal y lo transforma; es lo que sucede con Jesucristo y su Pasión y Muerte.
El reclamo a Dios por el mal ya no es vigente, porque el mismo Dios hecho Hombre toma ese mal en carne propia. El más inocente de los hombres, el único absolutamente inocente, recibe en su vida el dolor físico y moral, la injusticia y la muerte. Y lo hace por amor, mostrándonos un camino, difícil pero real, por medio del cual podemos transformar nuestro sufrimiento en una forma tremenda de expresar el amor.
Jesús sufrió muchísimo en la Cruz, pero amaba más que sufría, y por ello la cruz se convirtió en signo de esperanza. Pero esta aproximación mística al misterio del mal no explica su origen, ni el mal físico, solo el moral, el causado por el mismo hombre y la maldad que anida y en ocasiones inunda su corazón. ¿Dios creó el mal? Si no lo creó Dios, ¿Quién lo creó o por qué existe?
Nuevamente nos enfrentamos a un misterio que se esclarece a través de la revelación bíblica. La Biblia nos proporciona una luz para aproximarnos al enigma del origen del mal. ¿Y qué es lo que
afirma? Para comprenderlo tenemos que mirar dos textos fundamentales: Génesis 3 y Romanos 8, que mutuamente se iluminan.
En síntesis, el mal en absoluto entró en el universo por la elección libre de creaturas racionales. Primero los ángeles y después el hombre, cuando eligen en contra del designio de Dios, dan lugar al mal. Dios, al crear creaturas libres, corría el riesgo de su libertad, que no necesariamente tiende al bien, y alguna vez puede actuar mal. El mal, una vez cometido, se difunde como onda expansiva, e invade toda la historia y la realidad.
Lo que explica San Pablo en Romanos 8, es que ese mal moral del hombre afectó a la creación entera: “La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios. La creación en efecto fue sometida a la vanidad, no espontáneamente. Sino por aquel que la sometió, en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción… la creación entera gime hasta el presente y sufre dolores de parto”.
Dicho de otra forma, el pecado del hombre tuvo consecuencias cósmicas, afectó a toda la creación, que ahora es muchas veces hostil a él: sequías, pandemias, cataclismos, son resultado de ese desorden del mundo contra el hombre, por romperse la alianza original entre la naturaleza y el hombre, a causa del pecado.
¿Y Dios dónde queda? Respeta la legítima autonomía, tanto de la libertad del hombre, como de la lógica de la creación material, la cual es cruel, pues sigue las reglas de la evolución y del
azar. La fe nos dice, simplemente, que Dios puede obrar a otro nivel, y respetando la libertad humana y la naturaleza hostil, puede reconducir las cosas hacia un bien superior, el bien de
dimensión espiritual, del cual no tenemos plena experiencia ahora.
Sólo en la otra vida entenderemos cómo Dios de los males que no quería, sacó bienes aún mayores; y tendremos la certeza, la evidencia, de que el bien espiritual es más grande y bello que el material. Digamos que nuestra hambre de sabiduría y justicia será saciada plenamente en la otra vida.
Doctor en Filosofía