La sociedad damnificada

A principios del siglo XX, en tiempos de don Porfirio, se acostumbraba a dividir a la sociedad en decentes e indecentes, aquellos eran los "laboriosos, honrados y de buen sentido" de que hablaba Francisco G. Cosme, y éstos, pues quienes no lo eran.

A pesar de que hoy esos adjetivos nos resultan políticamente incorrectos, siguen sin duda siendo vigentes.
Cuando vemos que hay quienes se ponen en las filas de los afectados por los sismos, sin serlo ellos mismos, para conseguir dinero y apoyos, generando el problema de que no alcancen los recursos para aquellos a quienes sí les corresponden; o cuando vemos a los que engañan cobrando la pensión de alguien ya fallecido, de tal modo que aquellos que siguen vivos y sí tienen derecho a ella, deben arrastrarse, por viejos o enfermos que estén, hasta las oficinas para darle al burócrata en turno eso que llaman "prueba de vida"; o cuando vemos que alguien tiene que vender una propiedad para con ese dinero poder alimentar a sus hijos y no puede hacerlo por culpa de los vivillos que cuando lo hicieron dejaron en la calle a los suyos, nos damos cuenta de que esto de que hay decentes e indecentes es una realidad.

Y es que las acciones de estas personas nos afectan a todos, como personas y como sociedad.
Y entonces resulta que aquellos a quienes asaltan o roban, con todo y ser las víctimas, sufren las de Caín para demostrarlo, porque hay muchos que sin serlo, se hacen pasar por tales. Cuando una persona acusa de acoso o de violación para vengarse de otra, está impidiendo que las verdaderas víctimas reciban la atención adecuada. Cuando un cónyuge le impide al otro acercarse a los hijos, está impidiendo que los buenos padres o madres puedan estar con sus vástagos, así ellos se hayan separado.

Hace unos días le robaron su auto a un vecino. Empezó entonces el viacrucis de ir al Ministerio Público a levantar el acta, para evitar ser culpable en caso de que se cometiera un acto delincuencial con su vehículo. Y de allí, había que ratificar el acta, un absurdo como pocos, que además, y por si no bastara haber sido despojado del auto y haber pasado horas en el Ministerio Público, se lleva a cabo en una oficina que ostenta el pomposo nombre de Fiscalía Central de Investigación de Robo de Vehículos y Transporte, a la que tienen que acudir todos aquellos (que son muchos), a quienes les roban su auto en la CDMX.

La increíble explicación que dan para sostener este abuso es la siguiente: que muchos se autorroban y que entonces si les hacen dar tanta vuelta y tanto trámite, tal vez se arrepentirán de seguir.
Pero ¿y qué pasa con los decentes? A eso nadie responde, pero evidentemente son quienes pagan las consecuencias de las acciones de los indecentes.

El recientemente fallecido asesino Charles Manson dijo durante su famoso juicio que él era inocente y que la sociedad era la culpable. Y dijo por qué: "Estos niños que atacan con cuchillos son sus hijos. Ustedes les enseñaron, yo no les enseñé. Yo sólo intenté ayudarlos a ponerse en pie".

Lo mismo aplica para las familias de esos que engañan y roban, pues seguramente consideran que dejarlos hacer esas cosas o fingir que no se dan cuenta, es ayudarlos a ponerse en pie o a salir adelante.
"Es hora de preguntarnos de dónde diablos han salido tantos canallas, tantos hijos de puta, tantos asesinos sanguinarios, tantos corruptos, tanta gente infame y tanto sujeto envilecido. Alguien los tuvo que educar a los malnacidos que asolan nuestras comarcas… los delincuentes no nacen en probeta", escribió Román Revueltas.

Y tiene razón, por terrible que sea reconocerlo. Hoy esto es lo que están aprendiendo los hijos de la sociedad mexicana: que es aceptable engañar, transar y robar, pues el mundo se divide entre decentes e indecentes y a estos últimos (a pesar de lo que dicen las películas y los cuentos de hadas), les va mejor que a aquellos.

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El Artículo

Sara Sefchovich

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