Los dorados de la Teresa

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

Al fondo, en la esquina del patio, se escuchaba un cacaraqueo capaz de despertar a toda la cuadra, y en medio de tanto alboroto mañanero, había un ruido diferente que desafinaba el coro:

“goro, goro, goro” ni más ni menos que el glugluteo de un “chigüi”.

Tres meses de convivencia no habían sido suficientes para que el guajolote hiciera migas con tanta ave ponedora; quizá porque las  gallinas temían al destinode tan grande animal.

Ni Lencho, tampoco Juanillo, estaban próximos a sacrificar una res, por lo que no habría carne disponible en la Capital del Mundo. Cuando eso sucedía, la soledad y limpieza del rastro municipal ensombrecía al gallinero y un halo de oscuridad cubría el destino del pavo.

El reloj de cuerda ya había marcado las 12 de la noche y a esa hora, entre las luces y sombras de la cansada lámpara de petróleo, Teresa atizaba la hornilla del patio, cuando el fuego

había cobrado vida, llegaba la olla tiznada con kilos de maíz dentro, agua y un puñado de cal.

Pasadas tres horas, el nixtamal estaba listo. Tres de la mañana, era hora de dormir, claro, una vez mitigado el frío entre las gruesas cobijas. Sin necesidad de alarma, todos despertaban a las 6

a.m., y antes de que el frío calara los huesos de Nacho y Chu, estos ya se encontraban dándole vueltas al molino “Estrella” color rojo, en una bandeja caía la masa, mientras se calentaban los cuatro pequeños comales de la estufa de leña, en un parpadear ya había 4 tortillas cocinándose al calor de bastante leña de mauto.

Teresa las tomaba en sus manos, aún calientes, y las doblaba a la mitad para resguardarlas dentro de una servilleta de tela. Una vez terminada la molienda, los hermanos Nacho y Chu pasaban a

la siguiente actividad, sacaban una botella de bacanora de la cocina y se la ofrecían amablemente al pavo para que ablandara los sentimientos y calmara su estrés.

En menos de una hora, la carne ya hervía junto a varias cabezas de ajo y un puñado de hojas de laurel. Una vez desmenuzado, lo guisaban en manteca sazonándolo con cilantro bola y otras especias.

Al centro del largo corredor de la casa juntaban algunas mesas cubiertas con mantel y rodeadas de sillas de madera. El sol había caído, el baile estaba en su mero apogeo, al centro de la plaza

decenas de parejas rodeaban el kiosco zapateando hasta el cansancio, consumiendo energía y haciendo hambre; una vez terminada la primera tanda, las almas voraces entraban a la casa de Teresa (justo al frente de la plaza), a satisfacer sus estómagos vacíos.

En la cocina ya se empezaban a dorar las tortillas que reunían horas y horas de trabajo previo, para después rellenarlas de pollo (dicho así para no espantar a los comensales), ablandado con bacanora.

Cada taco era servido con repollo y tomate picado, bañado en una salsa hecha con el mismo jugo de la carne. Durante años, la Teresa sirvió cientos de tacos diarios del 27 de diciembre al

02 de enero en las fiestas patronales de la Capital del Mundo. ¿Cuántos tacos podríamos hacer ahora con la energía y el tiempo que le tomaba a ella y a su familia la elaboración de una sola

porción?

El autor es Licenciado en Periodismo y chef profesional, creador de contenidos gastronómicos para plataformas digitales y embajador de marcas de alimentos.

@chefjuanangel