Así cómo, pues
El autor es maestro en Educación
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¡Zock!, se escuchó en seco el golpe de la cabeza al estrellarse contra el pavimento. Un enardecido Jonathan vociferaba "pa' que aprendan a no robar", mientras hundía su pie también en las costillas, la cara, la cintura y los genitales de los dos jóvenes de 17 años amagados boca abajo en medio de la calle.
Habían llegado en bicicletas y con el pretexto de "pedir lumbre" intentaron asaltar a un muchacho; pero fueron sorprendidos por varios vecinos y los sometieron a punta de golpes. Uno traía un largo y afilado cuchillo, mientras que el otro cargaba una pistola de postas... Quizá por si no bastaba un "por favor" al pedir la lumbre.
Todos los vecinos menores de 30 años querían golpearlos. Una patada por aquí, un pisotón por allá fueron la constante, mientras que un "ya estuvo... ya no me peguen" parecía revivir la fuerza de los golpes. Los pisotones en la cabeza eran violentos y un hilo de sangre se dejó entrever bajo la cara de uno de ellos.
Cada golpe reflejaba frustración, coraje y engaño, y los rostros desfigurados por la adrenalina impedían reconocer al tranquilo vecino de siempre.
Se llamó al 911; el famoso teléfono de proximidad no respondía. Habían transcurrido 25 minutos desde la primera llamada. Se juntaba más gente y los ánimos comenzaron a caldearse.
Un vecino policía en su día de descanso se acercó para ver de cerca, y él mismo hizo la llamada para acelerar la llegada de los oficiales. Interrogó a uno de los jóvenes preguntándole de dónde venían, y el "del Apache, güey" fue contestado con un violento manotazo en la cabeza que de nuevo la hizo estrellarse contra el asfalto, al mismo tiempo que le gritaba "¡A mí no me vas a decir güey, a mí me respetas!”.
Aunque eran las 10 de la noche, llegaban más observadores y comenzaron los gritos; algunos pidiendo detener la paliza, otros para impulsarla. "¡Péguenles más duro! ¡Mejor llamen a la Policía, ya no los golpeen!"
Las voces en contra provenían de los más viejos. Con voz suave mencionaban el nombre de todos para conminarlos a la calma, haciendo uso de sus años de experiencia para detener pleitos; pero más que nada con la esperanza de detener la golpiza por su presencia. Algunos se calmaron así, pero no todos cedieron. Jonathan casi apuñalaba a los jóvenes con el mismo cuchillo que usarían para el asalto y cada estocada era respondida de varios gritos: “¡Ay, ay! ¡Me duele, me duele! ¡Ya estuvo!” Otro vecino intentaba tranquilizarlo mientras le decía "no te comprometas, no te comprometas"...
El autor es maestro en Educación. Profesionista independiente.
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